Lo que se nos presenta son, pues, objetos preformados, cuya pretensión es ser, en su conjunto, “el mundo”, y cuya finalidad consiste en formarnos a su imagen y semejanza. Lo cual no es decir, sin embargo, que dicha formación sea un proceso violento ni, en todo caso, que la violencia, allí donde está operando, sea perceptible como tal o tan siquiera reconocible como presión. Las más de las veces, la presión formadora es tan poco perceptible para nosotros como para los peces de las profundidades marítimas la presión de las masas oceánicas que pesan sobre ellos. Cuanto más inadvertida pase la presión formadora, tanto más seguro será su éxito; por lo cual será lo más conveniente que el molde formador sea percibida como molde
deseado. Para alcanzar este fin es preciso, por tanto, formar previamente los deseos mismos.
Entre las tareas actuales de la estandarización, y aun de la producción misma, figura, por consiguiente, no sólo la estandarización de los productos, sino también la de los deseos (que anhelan los productos estandarizados). En buena medida, desde luego, eso sucede automáticamente a través de los productos mismos que se entregan y se consumen cada día, ya que las necesidades obedecen, como en seguida veremos, a lo que a diario se ofrece y se consume; pero no del todo: siempre queda una cierta distancia entre el producto ofrecido y la necesidad. La congruencia total y sin resto entre la oferta y la demanda no se alcanza jamás; de modo que, para cerrar esa brecha, hace falta movilizar una fuerza auxiliar, y esa fuerza
auxiliar es la moral. Cierto es que también la moral, si ha de ser apta para servir de fuerza auxiliar, debe ser previamente formada, de tal manera que pase por “inmoral” –es decir: por inconformista- aquel que no desea lo que haya de recibir, y de modo que la opinión pública (o, en su caso, su portavoz, que es la conciencia individual “propia” de cada cual) fuerce al individuo a desear lo que haya de recibir. Y eso es lo que sucede hoy en día. La máxima que se nos impone a todos a cada instante, y que apela –tácitamente, pero sin admitir objeciones- a la “parte mejor de nosotros mismos”, reza (o rezaría, si se formulara): “¡Aprende a necesitar lo que te ofrezcan!”.
Porque las ofertas de mercancías son los mandamientos de hoy.[1]
Dejando de lado algunos residuos de costumbres de épocas pasadas, lo que debemos hacer y dejar de hacer queda definido hoy en día por lo que debemos comprar. Es casi imposible excluirse de aquel mínimo de compras que están mandadas y ofrecidas como musts, o sea como compras obligatorias; quien lo intente se expone al riesgo de pasar por “introvertido”, de perder su prestigio, comprometer su futuro profesional, parecer indigente o incluso de hacerse moral y políticamente sospechoso. Pues el no comprar se considera, en el fondo, una especie de sabotaje de ventas, una amenaza a las legítimas exigencias de la mercancía, y, por tanto, no solamente un no hacer, sino un delito positivo, emparentado al robo, cuando no más
escandaloso todavía: pues si el ladrón, con su acto de apropiación, si bien indeseable en su modalidad específica, atestigua, con todo, su leal reconocimiento de las cualidades seductoras de la mercancía y de su mandamiento, y, con ello, se acredita como conformista de buena ley, a más de que, una vez atrapado, se le pueden exigir responsabilidades inequívocas, el no comprador, en cambio, se atreve a hacer oídos sordos a la llamada de la mercancía, a ofender con su renuncia al universo de la mercancía, y luego, para colmo, invocar hipócritamente la coartada de la negatividad, alegando que no ha hecho absolutamente nada, con lo cual logra efectivamente sustraerse al brazo de la justicia. “Mejor diez ladrones que un asceta” (dicho
moluso[2]).
[…]
Pues lo que es verdad sin metáfora es que hoy en día no hay apenasnada que juegue en la vida anímica de nuestros contemporáneos un papel tan fundamental como la diferencia entre lo que no se pueden permitir y aquello que no se pueden permitir no tenerlo; y no es menos verdad que esa diferencia se realiza como una “lucha”. Si hay un “conflicto de deberes” característico del hombre de hoy, es esta lucha feroz y agotadora que se desencadena en el pecho de los clientes y en el seno de las familias. Pues sí: feroz y
agotadora, digo; pues por más que el objeto de esa lucha nos parezca risible y estólido y la lucha misma una variante burlesca de otros conflictos más nobles, nada se dice con ello contra la virulencia del combate, suficiente como para que pudiera servir de trama a una tragedia burguesa de nuestro tiempo.
Como es sabido, la lucha termina, por lo general, con el triunfo del “mandamiento de la oferta”, es decir, con la adquisición de la mercancía. Pero la victoria se compra caro; pues entonces empieza para el cliente la obligación avasalladora de pagar a plazos el objeto adquirido[3].
De todos modos, lo mismo da objeto pagado que por pagar: una vez el cliente lo tenga, quiere también disfrutar su tenencia; y como sólo puede disfrutarla usando el objeto, acaba usándolo porque lo tiene: con lo cual se convierte en su criatura. Pero no sólo por eso: puesto que tiene la mercancía, le es moralmente imposible tenerla sin sacarle el máximo provecho que le pueda ofrecer. Eso sería, en principio, lo mismo que comprar pan y no comerlo. Encender el televisor sólo de vez en cuando, usar la radio sólo ocasionalmente, eso significaría renunciar voluntariamente y sin beneficiar a nadie a algo que ya se ha pagado o por lo menos empezado a pagar: sería despilfarrarlo; y eso, desde luego, no puede ser. Así es que, si uno aguanta sin cesar lo que le entreguen los aparatos y sin cesar se deja formar por ellos, por lo menos será también por razones morales. Pero con eso no basta; porque lo que uno tiene una vez, no solamente lo utiliza, sino que
también lo necesita. Una vez el uso se haya encarrilado por cierta vía, luego hay que continuar circulando por el mismo carril. Al final, uno no acaba teniendo lo que necesita, sino necesitando lo que tiene. El estado de las posesiones que uno tenga se coagula y se establece psicológicamente como estado normal. Lo que es decir que, cuando llega a faltar algún producto de marca que se haya poseído una vez, no hay simplemente un hueco, sino que hay hambre.
Ahora bien, el caso es que siempre falta algo, ya que todas las mercancías son, para suerte de la producción y gracias a los cálculos que la rigen, unos bienes que se consumen y desgastan por el uso, aun cuando no sean bienes de consumo en el sentido estricto de pan y mantequilla; es decir, unos bienes de cuya falta se encarga el usuario mismo. Así pues, cuando tiene un objeto y lo ha consumido, lo vuelve a necesitar: la necesidad sigue al consumo pisándole los talones. En cierto sentido, la “adicción” es el modelo de las
necesidades actuales; con lo cual queda dicho que las necesidades deben su existencia y su modo de ser al hecho de que existan determinadas mercancías. Pues bien: entre esas mercancías, las más refinadas son las que, por su cualidad, producen necesidades acumulativas. Que Dios o la naturaleza hayan implantado en el hombre un basic need, una necesidad elemental de consumir Coca-Cola, es cosa que nadie sostendría, ni
siquiera en el país que la produce; pero el caso es que allá, al otro lado del charco, la sed se ha adaptado a la Coca-Cola, y eso –y aquí llegamos al meollo del asunto- a pesar de que la función última y secreta de dicha bebida no es apagar la sed, sino producirla: esto es, producir, en concreto, una sed específica de Coca-Cola. Aquí resulta, pues, que la demanda es un producto de la oferta y la necesidad un producto del producto, mientras la necesidad producida por el producto sigue funcionando como garantía de la ulterior producción acumulativa del producto.
Este último ejemplo demuestra que, al hablar de las ofertas como “mandamientos de nuestro tiempo”, no hay que hacerse una idea demasiado exigua de su carácter de imperativos. Lo propiamente imperativo no se halla tan sólo en las frases declaradamente imperativas, en las estrepitosas órdenes de la publicidad –“¡Compra tu ropa interior Mozart! ¡Cómprala ahora mismo! ¡Es un must!”-, a las que uno, en fin de cuentas, y con un poco de dominio de sí, puede todavía ofrecerles resistencia a pesar de todo, por más que lo traten ya anticipadamente de propietario; sino que lo imperativo está en la posesión de los productos mismos, cuyas órdenes, aunque silenciosas, efectivamente no admiten objeciones. Cada mercancía adquirida
requiere, para seguir siendo utilizable o, por lo menos, para no quedar en seguida inservible (y también por razones de prestigio, esto es, para rodearse de objetos de su mismo rango), la compra de otras mercancías; cada mercancía tiene sed de otra o, mejor, de otras. Y cada una nos provoca también a nosotros la sed de otras: lo difícil no es comprar mercancías sino tenerlas; pues el propietario de la mercancía se ve obligado a hacer suya la sed que ésta padece (de jabón en copos o de gasolina), y por mucho que le cueste llenar las bocas acumuladoras de los objetos que se han convertido en su propiedad, no tiene más remedio que
hacerse cargo de sus necesidades, y lo hace aún antes de saberlo. Quien necesita A tiene que necesitar también B, y quien necesita B no puede menos de necesitar C; de modo que no sólo necesita una y otra vez A (como en el caso de la Coca-Cola), sino generaciones enteras de mercancías: B, que le había pedido A, luego C, ya que B lo exige, luego D, reclamado por C, y así ad infinitum.
El comprador se vende con cada compra; pues con cada compra establece un como lazo matrimonial con una familia de mercancías que se acumulan y procrean como conejos, exigiéndole que se haga cargo de su sustento. Lo cual, desde luego, supone, por un lado, una cierta comodidad, por cuanto uno no necesita ya apenas ponerse a pensar acerca de su modo de vivir ni tomar decisiones a su cuenta, dado que los sedientos miembros de la familia de mercancías lo informan a gritos de lo que hay que hacer cada día, y el tiempo pasa –Time goes on-; pero, por otro lado, también supone que esos mil miembros de la familia que a uno lo
traen de cabeza lo tratan como si fuera un criado, un menor de edad, una presa acorralada, haciéndolo vivir sometido a sus dictados; que la elección de las necesidades futuras siempre ya está hecha; en suma, que uno no tiene jamás tiempo ni libertad de hacer valer sus propias necesidades, ni aun de sentirlas siquiera.
[1] A menudo se justifica el deber de estandarización del hombre a partir de otras formas de moral ya existentes,
tachando, por ejemplo, de “anticristiano” o de “antidemocrático” a quien se resista a la estandarización. El
“razonamiento” es el siguiente: el que no participa delata su falta de humildad y, por tanto, de virtud cristiana, o
bien la pretensión de recibir un trato de favor, es decir, un privilegio. Link, en su famoso libro Return to
Religion, considera, por ejemplo, “introvertido” –lo que viene a decir: un enfermo social- a quien se haga él
mismo escrúpulos de conciencia en lugar de limitarse a consumir remordimientos prefabricados. Sobre este libro
–que no pertenece al género del panfleto religioso, sino que fue un éxito de ventas que en 1936 vio dieciocho
ediciones en nueve meses, en una de las más grandes casas editoriales, y en el cual se presenta a Jesucristo como
modelo de “extroversión”-, v. mi reseña en Zeitschrift für Sozialforschung 1938, ns. 1 y 2.
[2] Moluso: de Molusia, país imaginario en que se desarrolla la novela de Anders La catacumba molusa, parábola
de los regímenes fascistas y sus aparatos de propaganda y adoctrinamiento (N. del T.).
[3] Con este modo de pago, se completa la renuncia a la libertad que se inició con la obediencia al mandamiento de
la oferta: a partir de este momento, el comprador que aún debe la suma restante se siente culpable
ininterrumpidamente, no sólo ante el vendedor, sino también ante la mercancía entregada, cuya posesión siente
como algo todavía inmerecido. Como ya la está utilizando, entabla con ella una relación carente de libertad; y
dado que, gracias a la mercancía que ya tiene en casa, vive por encima de sus posibilidades, se ve obligado a
dedicar su vida de ahora en adelante a mantenerse, a fuerza de trabajo adicional, a la altura del excesivo nivel de
vida ya alcanzado; con lo cual pierde definitivamente la posibilidad de encontrarse a sí mismo.
Extracto de un capítulo del primer volumen de la obra capital de Günther Anders,
La obsolescencia del hombre, de 1956, brindada por los compañerxs del Colectivo Etcétera en su página web.
La obsolescencia del hombre, de 1956, brindada por los compañerxs del Colectivo Etcétera en su página web.
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