'Una sociedad que ha abolido la aventura convierte la abolición de esta sociedad en la única aventura posible'

sábado, 7 de mayo de 2011

Las palabras, los derechos y la policía

Dejo otro texto de reflexión extraído del libreto 'El desorden de la libertad'. Trata acerca del concepto de la libertad expresión desde una óptica anarquista radical. 
Este libreto contiene textos en su mayor parte extraídos de la revista publicada hace varios años en Italia, Canenero. Varios de ellos tratan de romper con la separación pensamiento-acción, en ocasiones desde puntos de vista individualistas.
 

El derecho a la libertad de expresión es una mentira. Primero, porque es un derecho, y como tal no hace sino reforzar el poder de quien detenta la autoridad de concederlo o, lo que es lo mismo, de reconocerlo. Segundo, porque se establece cuando la posibilidad de hablar, de decir algo de alguien que sea capaz de entenderlo, ya no existe. Llega después, es decir, cuando la condición de la que pretende ser garantía ha sido ya suprimida. En tercer lugar, porque está separado de la posibilidad práctica de actuar, lo que le convierte en una abstracción al servicio de otras abstracciones. Las ideas, privadas del oxígeno que sólo el espacio de las relaciones y la confrontación, y por tanto de la comunicación y la experimentación le aseguran, se quedan jadeando impotentes en las orillas de las opiniones que opinan de todo y nada cambian. Es sobre este último aspecto sobre el que haré algunas consideraciones.El poder democrático, haciendo de las palabras algo tolerable (salvo algunas convenientes excepciones, claro está), ha creado una zona franca donde ocultar su responsabilidad transformándolas, precisamente, en opiniones. Un político, por ejemplo, ¿qué hace? Habla. Claro, explota, oprime, asesina. Pero no es él quien aprieta los grilletes, no es él quien te obliga a necesitar dinero para sobrevivir, no es él quien te tira del andamio, ni tampoco es él quien da dos vueltas a la llave que encierra tus actos de rebelión. Cuando aparece, sólo razona, discute, responde cortésmente a las preguntas, sonríe a las críticas. Añade, refuta, rectifica. Se diría casi que hablando mejor que él (lo cual no es muy difícil), razonando más correctamente (lo que es menos difícil, echando abajo sus argumentos de defensa, se podría hacer vencer nuestra idea de libertad. ¿Y el periodista?, ¿se puede acaso disparar a alguien por tener ideas distintas a las nuestras? Un momento. Defiende un acto de guerra, aplaude una acción de los carabineros que mandará a su casa a una docena de magrebíes, invita a un juez a aplicar la pena máxima, convence a nuestro amigo el político ( si es que hace falta convencerlo) de que 35 años de trabajo no son para tanto, nos explica, tras un desastre ecológico, que la razón es que faltan leyes, ataca a un industrial corrupto para ocultar el hecho de que todos lo son, nos hace preocuparnos por un producto alimentario adulterado (sin decir cuál no lo está) para esconder las razones de una revuelta en China, en Palestina, o en una cárcel italiana. En suma, juega con los adjetivos en la piel de otros. ¿Y qué?, no se querrá atribuir la responsabilidad de todo lo que pasa en el mundo a un fabricante de sílabas. Hay que tomarla con quien la hace, no con quien habla. Bien. Pero, ¿Quién hace? No se sabe, no se ve, y cuando comparece alguien, es el último mono. Ahora es más cierto que nunca, como han dicho siempre los revolucionarios, que son las condiciones sociales la causa de la opresión. Pero algo no encaja cuando son los propios amos quienes lo dicen, escondiendo así su responsabilidad en la irresponsabilidad generalizada. Por tanto, con la coartada de la libertas todo el mundo está obligado a actuar sin preocuparse de las consecuencias (¿quién puede preverlas, o simplemente reconocerlas, en un mundo tan complejo?) de sus acciones. Y estas consecuencias, cada año, producen gran abundancia de nuevas causas.
Si quien domina es la burocracia y la administración –el poder de nadie-, si un esclavo ya no puede ver quién le subyuga, la tiranía se acerca a la perfección. Incluso una de las mejores armas de defensa, tratar a los canallas que hablan como a los canallas que ‘actúan’, parece estar bastante desafilada. Derecho a la libertad de expresión. Pero, ¿quién puede sostener que ‘actuar’ conlleva siempre más responsabilidad que, por ejemplo, escribir? ¿por qué condenar a quien, obcecado por sus propios fantasmas, mata de repente a una prostituta o a un transexual y absolver a quien en la calma y enclaustramiento de su biblioteca busca en la historia cualquier razón para justificar de palabra una agresión militar contra una presunta categoría de Enemigos de la patria y de la democracia?, ¿por qué desear el uso de la fuerza contra quien apalea inmigrantes y sólo ‘denunciar enérgicamente’ a quien provee ‘de palabra’ los motivos culturales, sociales o económicos?
¿Era distinto pues Eluard de los asesinos estalinistas a los que tano elogiaba en sus poemas? ¿Y el explotado que habla como un racista porque tiene miedo de perder, además del trabajo, la seguridad de su explotación? ¿Y el explotador que, desde el poder que le otorga dar y quitar esa seguridad, hala de antirracismo? ¿Y el que escribe para el que habla (los que redactan, por ejemplo, los discursos de los hombres de Estado) y por eso están doblemente a salvo? ¿Y quién habla después de haber actuado?
Personalmente reconozco a cualquiera el derecho de sostener la tiranía de la palabra, tanto como reconozco el derecho a tiranizar.
A los periodistas defensores del terrorismo de Estado les coloco en el mismo plano que a los fascistas muertos. Gajes del oficio. Si uno dice o escribe canalladas es un canalla, tanto más grande cuanto mayores son los medios culturales de que dispone para comprender lo canallesco que es su tributo al amo. No hago concesiones a lo que dice un explotado. No cambio de posición frente a un explotador, diga lo que diga.
¿Y los anarquistas? Aquí empiezan los dolores. Un representante de un partido de izquierda, por poner un ejemplo, viene invitado a un acto anarquista. ¿Por qué se le invita?, sólo esto merecería alguna discusión. Ser como fuera ahí está, coge el micrófono y habla. Alguien no está de acuerdo y no le deja hablar. Sencillo, este alguien es un fascista, le faltan argumentos, no acepta el contraste de ideas. La libertad de expresión es sagrada para los anarquistas. Un momento, ese alguien soy yo. Los argumentos no me faltan (se necesitan pocos), pero eso da igual. Si el representante político hiciera un mitin sobre la inmensa belleza de la anarquía, no cambiaría nada. Como tampoco cambiaría nada si participase en la organización del acto sin hablar. La cuestión no es lo que dice en el momento, sino lo que hace con las palabras y lo que dice con los hechos. Él es la cuestión. Yo soy del parecer que no deberíamos tolerar en nuestros actos a quienes el poder tolera felizmente. En una confrontación con él prefiero, antes que el diálogo, la práctica del merecido insulto. Y si viniese a hablar Prodi, o incluso Agnelli y alguien les saltase encima, ¿querría eso decir que el Capital tiene más argumentos que la subversión?, ¿también ese alguien sería fascista, porque no ha esperado a que acabasen de hablar para saltar sobre ellos? La exageración habitual, cualquiera sabe que los canallas son ellos. Por tanto ‘la libertad de expresión’ no es igual para todos (fascistas incluidos), sino sólo para aquellos cuyas responsabilidades son aceptables (un Parlato, por ejemplo*). De hecho, muchas veces el representante político ni siquiera es atacado de palabra (con Los Argumentos). Al contrario, se hacen conferencias con él, se le pide que escriba un prefacio de algún libro, se marcha con él en las manifestaciones. En frente, la policía (de pocas palabras, estos), que nuestro amigo de izquierdas defiende en las columnas de su periódico o desde algún aula de la República. Ahora sí, en esta foto de familia me parece reconocerla mejor. Está justo en el centro, la libertad de expresión.

* Valentino Parlato, fundador del periódico izquierdista Il Manifesto, caracterizado por su empeño en mistificar y censurar las ideas del movimiento subversivo. (NdT)

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