Estos días atrás, en los que me he tomado un descansito del blog para disfrutar las playas catalanas, podía leer por encima en la prensa sobre la coincidencia entre la petición de IU-IC y la del movimiento 15M (no sé si partía de todas las asambleas de barrio creadas o sólo de la de Sol y Barcelona, pero me lo puedo imaginar) de un referéndum para la modificación que PP y PSOE han acabado aprobando en aras del dios que aparentemente rige nuestras vidas, la Economía.
La coincidencia no me extraña, pues en el movimiento 15M habita una gran mayoría izquierdista disconforme que coincide con algunos postulados estalinistas (algunos de ellos bien guardados pues al abrirlos al gran público levantan mucho polvo) y éstos siempre andan atentos para sacar partido de las reivindicaciones de los movimientos sociales. Como tampoco me extraña que el movimiento 15M haga una petición de este tipo, pues básicamente su actividad está consistiendo en reclamar mayor participación ciudadana en las decisiones políticas. Quizás no han acabado de entender que los referéndums cuando se hacen, porque los prepara el Gobierno, son para tener el resultado bien atado. Si no de que nos iban a dejar decidir. ¿Dejar votar a ciudadanos que no tienen ni pajillera idea de lo que es la Economía y de las repercusiones nacionales e internacionales que puede tener la decisión y del ‘interés general’ que tiene una medida así en gran cantidad de sectores económicos? Y es que el problema de fondo es el problema político de la representación en un Estado con una economía capitalista y con muchos intereses en juego. El Estado viene a representar, supuestamente, ese interés general (que más bien se puede reducir al interés en la mejora de la economía, que luego repercutirá en lo demás). Querer sustituir las decisiones de Gobierno por referéndums es negar la representatividad del ejecutivo. Y bien, a mí me parece muy bien, pero si es así acabemos ya con el Estado como tal. Hagamos la crítica completa. Lo contrario es es lloriquear, patalear y en resumidas cuentas forzar moralmente al Gobierno de que haga lo que queremos que haga. Además, la medida iba con prisa y no daba tiempo a preparar toda la campaña mediática que se precisa para convencernos de lo necesario de la reforma constitucional y la participación así sería más bien escasa, estando el resultado influido por ‘los movilizados’, cosa que podría echar atrás la medida con lo que eso supone (tanto de cara a Europa como lo que se resiente el Estado si no se lleva a cabo lo que propone y lo que aumenta la moral de ‘los indignados’). Vamos, que poca visión estratégica del campo de batalla tendrían si lo hubieran hecho.
De cualquier forma, la celebración de referéndums a doquier no es nada satisfactoria si no cambian otras cosas. ¿Quién puede confiar en los referéndums en el mundo del Espectáculo, del dominio de los medios, del lenguaje, de la imagen, de la historia, de la vida? Sólo los ciudadanistas. Esos que creen ingenuamente que pueden cambiar lo que tenemos con ir a votar, sin mancharse las manos, sin pelear. Y así es el movimiento 15M. Un movimiento que en ningún momento se ha planteado seriamente el cambio de paradigma político, sino que se ha dedicado a hacer presión para forzar modificaciones legistativas (es decir hacer de lobby). No han puesto en entredicho directamente al Capital/Estado como tal en ningún momento. Si se ha hecho, ha sido indirectamente, es decir, pidiendo cambios que ciertamente pondrían en entredicho el funcionamiento económico y político actual, pero que al no reclamar la abolición del dinero, la mercancía, el trabajo asalariado, etc, permitirían el reajuste del Estado y del Capital en breve y vuelta a lo mismo o peor. Simplemente han optado por pedir, por reclamar ‘lo justo’. Pero lo justo se contradice con el dinero, y eso implica enfrentamiento. Y el poder/dinero tiene medios para luchar por sus intereses. Mientras tanto, a los participantes se nos ha negado parte de los medios a nuestra disposición. Justo en un momento en que se habla de reapropiación de la violencia, quieren movilizarnos para ir a la guerra sin armas, sin estrategia, sin ideas. Con alegría, paz y entusiasmo.
En un momento como el actual, en que el mundo que conocemos se descompone y los conflictos se militarizan ampliamente a nivel nacional e internacional (sólo hay que ver las huelgas de los últimos años en Francia o Grecia, las revueltas en los suburbios de Francia e Inglaterra, las políticas de inmigración en Italia, Francia o España, las movilizaciones estudiantiles en Chile o sanitarias en Catalunya, la resistencia a las construcciones de infraestructuras desarrollistas como el TAV, nucleares o vertederos), reducir nuestras posibilidades imponiendo límites, primero morales y luego policiales, al libre albedrío de las acciones y manifestaciones, es de estar del lado del Orden imperial.
‘Lo que está en guerra no son las maneras variables de gestionar la sociedad. Se trata, irreductibles e irreconciliables, de ideas sobre la felicidad y sus mundos. El poder lo sabe; nosotros también. Los residuos militantes que nos ven –cada vez más numerosos, cada vez menos identificables- se tiran de los pelos para que entremos en las pequeñas casillas de sus pequeñas cabezas. Y, no obstante, nos tienden la mano para ahogarnos mejor; en sus fracasos, en sus parálisis, en problemáticas débiles. De elecciones en ‘transiciones’ , nunca serán nada más que aquellos que nos van alejando sin cesar de la posibilidad del comunismo. Afortunadamente, uno no acaba nunca de acomodarse a las traiciones y a los desencantos’
(‘La insurrección que viene’. Comité Invisible)
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